lunes, 22 de abril de 2013

Sin embargo, las monedas huelen


Sí. Es una evidencia cotidiana que todos podemos constatar. O eso, al menos, es lo que nos parece. Pero no sólo huelen ellas, las monedas.

También percibimos ese característico olor metálico al tocar un clavo o una cañería, al sostener unas llaves o unos pendientes o al agarrarnos a una barandilla metálica.

En todos los casos nos queda un peculiar aroma en los dedos, es el “olor a metal”. Luego sí. Las monedas, y por extensión los metales, huelen. Sin embargo…

Sin embargo, no es oro todo lo que reluce. Y de muestras del olor monetario, un par de botones.

Recientes estudios científicos han demostrado que, esa sensación nuestra del olor es sólo una evidencia, pero no una prueba científica. Desde el campo de la Química nos llegan datos de que el olor metálico no existe.

Como lo lee. Los metales no huelen, son inodoros. Bueno, lo son en principio. No huelen, al menos, hasta que entran en contacto con la piel humana.

El segundo botón de la muestra apunta a que, aún tocados, no todos los metales huelen. En realidad esta sensación olfativa sólo la presentan el hierro, Fe (s) y el cobre, Cu (s).

No, no es oro todo lo que reluce, como el olor metálico no es olor a metal.

Olor metálico no es olor a metal
Parece un juego de palabras, pero nada más lejos de la realidad.

Recientes investigaciones realizadas por el profesor Dietmar Glindemann, responsable de un estudio elaborado por las universidades de Leipzig y Virginia, demuestran que el olor metálico que percibimos al tocar las monedas, las llaves de casa o unos pendientes, se debe en realidad a una reacción química.

La que se produce entre el metal y algunos compuestos presentes en la superficie de nuestra piel, y que da lugar a una serie de productos que, al vaporizarse y mezclarse con el aire nos proporcionan esa sensación de “olor a hierro” al respirarlos.

Un olor que nuestro cerebro percibe cada vez que manejamos un objeto metálico, dándonos la sensación de que estamos oliendo aquello que acabamos de tocar. Las evidencias y el sentido común parecen apuntar en esa dirección.

Pues bien estos estudios demuestran que, en ese olor que los humanos describimos como “metálico”, no existen ni trazas de átomos de metal. Es decir, el olor no proviene del metal.

Se trata por tanto de una asociación errónea de nuestro cerebro, por muy convencidos que estemos de lo contrario. Es lo que tiene la ciencia y el valor de las pruebas, frente al sentido común y la sugerencia de las evidencias.

Y lo que las primeras nos dicen es que el “olor metálico”, en realidad, es olor corporal.

Olor metálico es olor corporal
Y más en concreto, nuestro olor corporal. Porque son los productos formados en las reacciones químicas entre el metal (hierro o cobre) y los lípidos de nuestra piel los que, liberados al aire, llegan a nuestra nariz.

Ellos son los causantes de ese peculiar olor a “moho metálico” del que, análisis cromáticos realizados sobre el gas que emana de la piel tras un contacto con algo metálico, muestran una composición de sustancias carbo-orgánicas: cetonas y aldehídos.

En concreto una molécula, la 1-octan-3-ona, responsable del olor a “setas metálicas” y que los humanos podemos detectar a muy bajas concentraciones.

Provendrían de lípidos peróxidos producidos por la oxidación de aceites de la piel por enzimas o de la propia luz ultravioleta (UV).

Pero bueno, por ir centrando el asunto, lo del olor metálico, de forma poética, lo justificaremos diciendo que, entre metal y piel hay química.

Y aunque todos los átomos de metal son iguales (al menos desde el punto de vista químico), no ocurre así con los compuestos químicos que se encuentran en nuestra piel y verdaderos responsables de la generación del “perfume metálico”.

Es decir, que cada uno de nosotros tenemos nuestro propio olor metálico diferenciado. Eso es lo que parecen demostrar los estudios realizados hasta ahora. Diferentes personas pueden producir distintos tipos de moléculas con diversos sub-tipos de olores.

Unas moléculas, y por tanto sustancias, y por ende olores, que pueden variar también si, dichas personas, padecen de algún tipo de enfermedad como, por ejemplo, cáncer.

Lo que abre, como ya se puede imaginar, un campo esperanzador a la hora de establecer ciertas dolencias, ya que la sustancia volátil generada al tocar metales, podría ser la base de una herramienta de diagnóstico de ciertas enfermedades. Un camino clínico a investigar.

Precisando (que es gerundio)
Antes de dejarles me gustaría hacer un par de ligeras precisiones científicas.

Una, biológica. Los lípidos que mencionaba más arriba son esos compuestos orgánicos que, de forma coloquial pero incorrecta, llamamos grasas. Incorrecta porque las grasas son un tipo de lípidos procedentes de animales. De forma que, en puridad, todas las grasas son lípidos, pero no todos los lípidos son grasas. Sólo eso.

Otra, química. Ya les adelantaba que no todos los metales “huelen”, ya saben a lo que me refiero con el verbo entrecomillado. Pero el caso es que sólo lo hacen los metales hierro y cobre.

Y por ejemplo en el caso del hierro sólo cuando se forman cationes ferroso o hierro(II), pero no cuando se formen cationes férricos o hierro(III).

De ahí que la sangre también nos sepa y huela a hierro. Que es de lo que va la siguiente entrega.

Por ahora ya sabemos que los metales no huelen, al final tenía razón Vespasiano. Y que lo que la gente llama "olor a hierro", es más bien un olor corporal, el nuestro.

No es el metal el que huele, sino los productos que se forman al reaccionar con nuestro cuerpo. Qué grande es la Ciencia. (Continuará)


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