martes, 17 de junio de 2014

Otras dificultades con el Ulises de Joyce


Entre la primavera de 1938 y la de 1940, el escritor irlandés James Joyce (1882-1941) vivió en Paris. Unos años dolorosos para él por diversas causas.

A las físicas -perforación de úlcera que padecía desde hacía tiempo y agudos y crecientes problemas oculares-, había que añadirle el dolor emocional que le producía el hecho de tener interna en un psiquiátrico a su hija Lucía.

Todo esto unido al debate social que existía sobre su persona, que se movía entre la incomprensión o la aceptación como clásico vivo.

Quizás demasiado para cualquier, aunque se sea geniudo y genial como Joyce.

De hecho es en esta época cuando ultima otra de sus controvertidas novelas Finnegans Wake, algunos de cuyos difíciles capítulos habían aparecido en la revista ‘Transition’.

Estamos ante un Joyce -pletórico, orgulloso y triunfante pero enfermo y atormentado, a veces deprimido y a menudo hosco-, que no deja de recibir ataques de sus enemigos y apoyos de sus amigos.

Unos amigos que tendían a ser tan difíciles y sensibles como él. Eliot y Larbaud lo admiraban. También Auden aunque decía que debía considerárselo “como un gran poeta”.

Bernard Shaw hablaba de “completo delirio” y Wells (que lo admiraba) le escribió diciéndole, tras leer algo de Finnegans Wake “yo ya no puedo seguir su bandera”.

Hablamos de un hombre singular que en 1938 tenía sólo cincuenta y seis años.


A propósito de Finnegans Wake
Desde ya les digo que esta novela está en la misma línea de Ulises, y que ya ha venido a enroque de ciencias. No quiero inducirles a error.

La causa de tal enroque no es otra que su relación con una de las partículas elementales del Universo, el quark, que junto con los leptones son los constituyentes elementales de la materia. De hecho se les conoce como los “ladrillos cósmicos”, las piezas de las que está hecho todo.

Bueno, en realidad, el nexo nos viene por la razón que a estas partículas se las denominara así, quarks.

Una historia con intrahistoria, en la que juega un papel principal el genial Premio Nobel en Física de 1969, el físico estadounidense Murray Gell-Mann (1929). Él fue quien encontró el nombre.

Y lo halló en la lectura de una de las más incomprensibles novelas, del ya de por sí incomprensible escritor irlandés James Joyce. Sí, Finnegans Wake.

Y sí. Tampoco la he podido leer.

Así que de letraherido a cienciaherido. Qué racha.




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